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I Ruta del Pescador - Memorial Juan Camacho



Como adelantaba la semana pasada, al poner fecha a varios de los retos para este 2016, para este miércoles 16 tenía prevista una tirada para superar mi mejor marca en 100 kilómetros.

Tan solo me faltaba definir el trazado, pero tenía ya todo estudiado y calculado al milímetro... salvo lo imprevisible. 


El lunes 14, tras varios días en el hospital, fallecía Juan Camacho, mi abuelo paterno, tras haber superado siempre innumerables enfermedades y vaivenes (infartos, cáncer, anginas de pecho...).

Era un hombre muy fuerte, y pese a que esta vez le estaba costando más, realmente esperaba que saliese airoso, una vez más, como tantas otras.

Llevaba varias semanas queriendo visitarlo, pero un día por un imprevisto y otro día por otra cosa, al final se fue y no pude despedirme de él.

El martes nos despedimos a él en el sepelio, pero para mí era una despedida que me sabía a poco...

Mi abuelo era un gran narrador de historias, muchas veces extraordinarias, pero hilaba tan bien los acontecimientos, mezclados con eventos históricos y personajes reales, que por fantásticas que sonaban a veces, a uno le quedaba la duda de si los acontecimientos sucedieron verdaderamente así.

De más pequeños, mi hermana y yo nos quedábamos a veces en casa de mis abuelos paternos, y como, aunque siempre improvisaba nuevas variantes, las historias principales se acababan repitiendo, uno casi se la sabía, pero gustaba de seguir oyéndola.

Una de las que más me llamaban la atención de pequeño eran las aventuras que vivió trabajando en la almadraba de Tarifa, y me sorprendía enormemente que él contaba tan tranquilo que muchos fines de semana cogía la bicicleta por la mañana y llegaba a Los Boliches a última hora del día, solo para visitar a los suyos y al día siguiente, volver a Tarifa.

Siendo joven, y sedentario, muy difícil veía que una persona recorriese tantísimos kilómetros, con una bicicleta de la época, en menos de un día, pero narraba con tanta precisión el trayecto que no podía ser de otra forma.

Y así se me ocurrió la despedida... combinando la tirada larga que tenía pensado realizar (por supuesto, olvidándome de mejorar marca alguna) y uniendo los puertos de Fuengirola y Tarifa.

Era todo muy precipitado, pero o lo hacía en ese momento o ya no lo haría nunca...

Pensaba salir de Fuengirola el Miércoles de madrugada, y volver desde Tarifa el Jueves de madrugada, pero no encontraba conexión de transporte ninguna y nadie me podía traer después.

Tras mucho darle vueltas, y tras conseguir finalmente la aprobación de Mayte, solo me faltaba la forma de llegar a Tarifa, para realizar el trayecto a la inversa, y la solución me la dio Ernesto, un amigo desde hace ya cerca de una década, que se ofreció a acercarme a Tarifa.

Cuando el plan comenzaba a estar en marcha eran las 4 de la tarde del martes, Ernesto me llevaría en cuanto acabase con un cliente que tenía cerca de las 8, y yo no tenía nada planteado.

Llevaba un par de días durmiendo mal, apenas unas 5 horas en las últimas 24, así que tras idear rápidamente el trayecto y contactar con el equipo técnico de la Eurafrica Trail, por unas dudas sobre el recorrido, decidí echarme una horita para ultimar con más energía los preparativos.

Nada más despertarme me puse manos a la obra, y rellené mi SAD Extend, ya casi en las últimas, tras haber cosido y recosido varios segmentos de la misma, con todo lo que podía necesitar: 3 geles, 2 barritas, 2 tubos de sales, 2 baterías externas, 2 USB, manta térmica, camiseta de manga larga, frontal, baterías de repuesto, gafas de sol, 2 litros de agua... estaba preparando un ultra en toda regla, pero más difícil aun, un ultra en autosuficiencia, en solitario, auto guiado y totalmente improvisado (de hecho, esa misma mañana había madrugado para entrenar con normalidad...).

No podía faltarme de nada, y tras embutir casi 5 kilos entre ropa, equipo, agua y alimento en la mochila, me dispuse a preparar la ropa y elementos de visibilidad... ¡y me faltaba reflectante!

En cuanto medio terminé de preparar la ruta y mientras Adrián, de la Euráfrica, me desaconsejaba unir Tarifa y Algeciras por la Colada de la Costa, debido a movimientos raros que hay en esa zona de noche (con el consiguiente desbarajuste que no podía solventar en es emomento), me dirigí al Decathlon más cercano, donde compré dos botellines de Powerade y un reflectante, cortavientos y perlante.

Había previsión de lluvia de madrugada, así que añadí a mi ya abultada mochila un impermeable, me vestí, y en cuanto me quise dar cuenta, Ernesto estaba ya en mi portal.

Fui rápidamente al baño, me despedí de Mayte, me eché la mochila encima (pesaba una tonelada, pero mejor que me sobrasen cosas a quedarme corto) y me metí en el coche, sin pensármelo dos veces.

Ni si quiera había cenado, así que paramos en Puerto Banús y me comí una hamburguesa, dejando otra en la mochila, aplastada como pude, como desayuno para el día siguiente.

Llegamos pasadillas las 11 de la noche al puerto de Tarifa, y justo al lado de la meta de la Euráfrica Trail encendí el GPS, preparé el frontal y las luces de posición traseras mientras éste pillaba señal, y tras despedirme de Ernesto, eché a trotar.

Tendría que ascender y descender, salvando bastante desnivel, por la N-340 hasta Algeciras, y después, salvo otro desnivel importante que habría que superar llegando al límite provincial entre Cádiz y Málaga, esperaba que el terreno fuese más o menos llano.

Ernesto se despidió de mi, pitando con el coche, a un par de kilómetros de Tarifa, donde mi frontal, mis luces y yo éramos lo único que se vislumbraba en varias centenas de metros en la distancia, ya que el cielo estaba completamente cubierto de nubes y no se veía ni una mala estrella.

Había algo de tráfico, más hacia Tarifa que desde Tarifa, por lo que, aunque el arcén no era muy amplio, me sentía seguro.

De repente, a pocos minutos después de que Ernesto pasase, un imbécil (o una imbécil) empezó a echarme las largas, mientras se ponía a mi altura y aceleraba en vacío, creando un gran estruendo, lo que acompañaba pitando como un poseído.

Se pudo pegar más de 20 segundos montando el espectáculo, pero mi indiferencia hizo que buscase otra forma de pasar la noche y, tras pegar un acelerón enorme en el que derraparon las ruedas, levantando olor a goma quemada, desapareció en la distancia.

Tenía claro que si me pasaba de nuevo algo similar, cruzaría al otro carril y me metería campo a través por el Parque Natural los Alcornocales, aunque ello supusiese un rodeo importante; por la costa podía encontrarme envuelto en trapicheos extraños, y por la carretera me acababa de encontrar con un kamikaze... mejor llegar tarde pero seguro...

Nada más desaparecer el lunático del coche, todo se quedó envuelto en un silencio y oscuridad absolutos, quebrados por la tenue luz de mi frontal y mis pasos respectivamente... y un kilómetro y poco más tarde, por un extraño gemido metálico...

No sabía qué era ni de donde venía, pero cada vez era más fuerte, y se le iban uniendo otros ruidos extraños... ¡eran los aerogeneradores!

Uno sonaba especialmente tétrico, chirriando cada vez que se completaba una vuelta entera, pero como una nube baja se interponía entre ellos y yo, tan solo veía la parte baja.

La situación era totalmente irreal... estaba en mitad de la nada, a centenar y medio de kilómetros de casa, con bastante sueño, envuelto en una repentina niebla y circulando por el maltrecho arcén de una carretera... probablemente, tal y como se sentía mi abuelo, hacía ya más de medio siglo.

Por suerte, no tardé en identificar luces a lo lejos, recuperando la perspectiva y la motivación, y tras mucho dar rodeos, subir y bajar, una hora después de tomar la salida, llegué a El Cuartón.

En el ascenso al puerto previo a esta diminuta población me había desabrigado bastante, ya que al superar el repentino banco de niebla e ir cuesta arriba había roto a sudar, pero tuve que recuperar los manguitos atravesando el puente sobre el Guadalmesí, donde el viento y la humedad me calaron hasta los huesos.

De momento parecía que no llovería, pero la noche acababa de comenzar...

Me animó muchísimo reconocer el puente por el que cambiamos Alcornocales por el Parque Natural del Estrecho en la pasada I Euráfrica Long Trail, en El Bujeo, y si mis cálculos eran correctos, tan solo quedaba un breve repecho hasta el prolongado descenso que me llevaría a Algeciras.

Trotaba tranquilo, con sensaciones cómodas, en un umbral de pulsaciones entre 150 y 155, y cuando parecía que tenía todo controlado, a poco más de 10 minutos de abandonar El Bujeo camino a Pelayo, comencé a escuchar unos frenéticos ladridos peligrosamente cerca.

Me giré de inmediato, esperando localizar el origen de los mismos a una distancia prudencial, pero me encontré con un par de puntitos brillantes a un palmo del suelo a menos de 5 metros, al otro lado del quitamiedos, y odiándome a mi mismo por no haber cogido los bastones, emprendí el mayor sprint que he realizado en mucho tiempo.

Por suerte pillé un breve tramo de bajada, y tenía la referencia de los ladridos, que el perro, tras el breve instante de confusión tras ser deslumbrado, retomó, para saber que iba ganando algo de distancia.

No paré hasta ver Pelayo a lo lejos, realizando un kilómetro casi íntegro de subida a ritmos cercanos a 5...

Volví a desabrigarme del todo, completamente empapado en sudor y con el corazón a 180 pulsaciones, y con las piernas como flanes del súbito esfuerzo y el derroche de adrenalina, comencé el descenso hacia Pelayo, en el que dos extraños crujidos consecutivos en mi rodilla izquierda me provocaron un escalofrío... pensé que era mejor no echarles cuentas...

Soplaba una brisita de cara que me ayudó a regular la temperatura, pero no había forma de relajarme.

Cada vez había menos tráfico, por lo que en caso de necesitar ayuda estaba en mitad de la montaña, y entre Pelayo y Algeciras podía haber cerca de 10 kilómetros...

No me ayudó tampoco a tranquilizarme el olor a bestia que emanaba de vez en cuando del margen derecho de la carretera por la que circulaba, así como los distantes ladridos que me acompañaron casi hasta ver las luces de Algeciras a pocos kilómetros.

Estuve cerca de una hora acelerado, y no me relajé hasta que, quedando a mano derecha un basurero, decidí que era seguro hacer una breve parada para ir al baño, comer algo y rehidratarme, que falta me hacía ya.

La denominación cambió, pero la carretera era la misma (ahora, A7), y siguiendo su margen derecho me fui internando en Algeciras, siguiendo la Autovía del Mediterráneo.

Tras completar el tramo de la circunvalación, y quedando enfrente de mi el Primark del centro comercial Las Palomas, decidí apagar el frontal, ya que la iluminación de la ciudad me sobraba para discernir el camino, y continué avanzando, animado y tranquilo tras una hora sin sobresaltos.

Llevaba dos horas y media en camino y 25 kilómetros de distancia cuando identifiqué el puente por el que salimos de Algeciras en la Euráfrica, parecía que hacía otra vida, y atravesando una carretera fantasma en la que se sucedían continuamente carteles del Hotel Aura, iba dejando atrás el primer tramo del trayecto, al que decidí bautizar como Ruta del Pescador.

De hecho, esta podía ser la ruta original, ya que mi abuelo siempre me comentaba que iba siguiendo la carretera, en la que continuamente trabajaban arreglando uno u otro desperfecto peones camineros con los que se paraba a charlar, pero creo recordar que también paraba por varios puertos por el camino, y es posible que el de Algeciras fuese uno de ellos...

En eso iba pensando, y planteándome si realizar la ruta anualmente cambiando el sentido, cuando un coche de la Guardia Civil se puso a mi altura.

Seguí a mi ritmo, como si nada, y recordé que no llevaba el frontal encendido, así que lo puse y seguí trotando; pusieron el intermitente derecho, y por un momento pensaba que me iban a parar, pero tan solo tomaron la siguiente salida, y volví a quedarme solo en la carretera.

Tuve muchísimo cuidado en el cruce sobre el Río Palmones, ya que había varias bifurcaciones y en esta zona si que había algo más de tráfico (pocos coches, pero iban lanzados), por lo que cada vez que se acercaba un desvío o incorporación, me aseguraba dos veces antes de cruzar a sprint.

De repente me golpeó un olor químico, que me acompañó durante un buen rato, hasta que, o bien desapareció, o bien me hice a él, y no tardé en darme cuenta de donde provenía... ¡las refinerías!

Se alzaban a lo lejos, encendidas, ruidosas y escupiendo humo, y aunque no me gustaba su estampa, curiosamente me sentí acompañado.

Llegando a las 3 horas de camino dejé de percibir ese agresivo olor, y llegando ya al Carrefour de los Barrios tuve el primer bajón de la ruta.

Por primera vez desde que dejase atrás las cuestas entre Tarifa y Algeciras comencé a moverme a ritmos superiores a 6:20 minutos el kilómetro, y aunque la velocidad no me importaba (no tenía prisa ninguna por finalizar la ruta, ya que acabaría a pocos kilómetros de casa), quería que el amanecer me pillase lo más cerca posible de Estepona, ya que ahora apenas veía un coche cada 15 o 20 minutos, pero conforme se acercase la madrugada el tráfico se iría intensificando, y tendría que dejar la comodidad del arcén por el a veces inexistente campo a través del otro lado del quitamiedos.

Cuando crucé sobre el Guadarranque, sin embargo, mis preocupaciones sobre el tiempo como medida se desvanecieron de golpe y porrazo, y comenzaron las preocupaciones sobre el tiempo atmosférico; comenzó a llover de forma persistente.

Iba restando los kilómetros que quedaban para llegar a San Roque, y mientras atisbaba el encapotado cielo buscando algún resquicio que indicase en qué zona podría dejar de llover, un gélido viento comenzó a soplarme, justamente de cara, por lo que tuve que parar y abrigarme un poco, bajo la lluvia y en mitad de la nada.

Lejos de desanimarme, no obstante, lo tomé como un desafío; nadie dijo que la ruta fuese a ser fácil, y me gustan los retos.

Además, si sobreviví, hacía menos de dos semanas, a la climatología de Bandoleros, esta "llovizna" y "brisa" no podría conmigo.

Llegando a San Roque dejó de llover, por lo que aproveché el respiro para comerme una barrita, tomarme un gel y beber; el estómago no cesaba de rugir y las piernas me pedían gasolina.

Esa breve "parada" (aunque seguí andando) me vino genial, ya que aunque el ritmo al retomar la marcha no difería mucho del que llevaba antes, las sensaciones era completamente diferentes.

De repente un enorme relámpago iluminó todo el cielo, pero por más que esperé al trueno, no llegó, lo que fue un alivio; aun así no tardó en comenzar a caer una cortina de agua...

Me la "comí" durante todo el ascenso a la salida de San Roque, en el que, pese a afrontar una dura pendiente, ascendí más trotando que caminando por puro instinto de supervivencia; poco a poco la lluvia se volvió a tonarse en llovizna, mecida por el viento, y dejó de ser una preocupación.

Cuando dejaba atrás, a mano derecha, Sierra Carbonera, consulté el GPS, animándome bastante; me daba igual el tiempo que llevase en movimiento, mi mente estaba puesta en Torreguadiaro, el siguiente punto de mi planning, que llevaba impreso y plastificado en el bolsillo trasero del reflectante, pero la verdad es que llevaba una media que "daba susto..."

Casi 4 horas de camino (por escasos minutos) y camino de 39 kilómetros... una media de casi 10 kilómetros por hora, pese a haber salvado ya casi todo el desnivel positivo que me esperaba encontrar, aunque la pendiente de camino a Torreguadiaro fue más larga e inclinada de lo que esperaba...

Bajé a buen ritmo, hasta que volví a notar un crujido en mi rodilla izquierda, y decidí bajar un poco el ritmo; notaba las piernas algo cargadas, así que me acerqué a uno de los hierros que sostenían un cartel de desvío (aprovechando que en ese punto no había que saltar guardarrail) y realicé un par de repeticiones del "estiramiento de Morton"

Éste es un tipo de estiramiento que sigue el rango de movimiento natural de los músculos, en lugar de extenderlos más allá de su límite, que realizó por primera vez Mike Morton en el Campeonato del Mundo de 24 Horas en Ruta, en Polonia.

Quien me conozca sabe que soy "anti-estiramientos" total, y nunca estiro antes, durante o después de correr, pero había leído recientemente acerca de este estiramiento y decidí probarlo.

Consiste en agarrarte a un palo o similar, ayudarte con las manos para descender hasta la posición de sentadilla profunda, dejarte caer hacia atrás suavemente hasta estirar completamente los brazos, volver hacia adelante con la cabeza pegada al mentón, y ayudarte de los brazos para incorporarte poco a poco.

No noté nada especial al ponerme en pie, pero me "quemaban" gemelos, cuádriceps y glúteos sobre todo, y noté como la sangre corría con vigor por ellos; no sé si sería fruto o no del estiramiento, pero el crujido, que había estado horas sin molestarme, volvió a desaparecer.

Me planteé realizar una o dos repeticiones del estiramiento de Morton cada vez que completase unos 10 kilómetros, y así añadía otra distracción a la ruta.

Un gran claro se abrió en el cielo llegando a la zona de los clubes de golf, y pese a que la luna iba llenándose desde nueva (estaba casi a la mitad), se veía bastante bien; las pilas de mi frontal, que venía usando desde la segunda noche de Bandoleros, comenzaban a titilar, pero ya eran cerca de las 4 de la mañana y quedarían unas 3 horas para el amanecer, con esa luz podía aguantar.

La pena es que no había demasiadas estrellas, pero tampoco podía despistarme mucho mirando al cielo, ya que el tráfico comenzaba a ser más frecuente, sobre todo, grandes camiones, que aunque circulaban generalmente a un carril de distancia (sin contar el generoso arcén de la zona), a veces iban tan lanzados que las ráfagas de aire me empujaban incluso a esa distancia.

Me entró fresco cruzando el Guadiaro, por lo que decidí abrigarme un poco, y justo a tiempo, ya que comenzó a caer nuevamente una ligera llovizna, algo más densa que en la primera vez que comenzó a llover, pero muchísimo más tenue que en la segunda, que fue un chapetón en toda regla.

Llegando a la bifurcación hacia la autopista la lluvia alcanzó su punto álgido, pero apenas un kilómetro después de desviarme hacia la nacional 340 dejó de llover.

Era curioso, ya que empezó a llover estando yo en el claro, pero en cualquier caso ya había cesado, por lo que no había por qué preocuparse.

Llegamos al ascenso que esperaba, camino a San Diego, por una carretera costera desierta (llegué a la bifurcación de la autopista justo a tiempo, cuando el tráfico de camines comenzaba a ser más denso), en la que el olor a mar y el rumor de las olas al romper me hacía sentir como en casa.

Y de hecho no estaba tan lejos, ya que al marcar el GPS 6 horas de ruta estaba dejando atrás Punta Chullera, exactamente a 55 kilómetros del puerto de Tarifa.

No llevaba aun ni medio trayecto recorrido, pero si más de un tercio, y quitando el agotamiento de la subida, en la que me tomé un respiro para comer mientras ascendía andando, las sensaciones no eran nada malas.

Tras comerme una barrita seguía con hambre, y al echar mano a los bolsillos me di cuenta de que no me quedaba nada más para comer, salvo la hamburguesa, que con suerte no estaría mojada, y dos geles.

Igualmente, me dio por comprobar los bidones, y me di cuenta de que entre los dos apenas quedaría medio litro, por lo que habría que ir pensando en parar...

Me tomé uno de los geles, el único que llevaba con cafeína, ya que aunque no tenía sueño, me notaba menos atento, y tras regarlo bastante con agua con sales, reemprendí la marcha.

Parecía que la sensación de hambre había desaparecido, pero igualmente tendría que parar a rellenar los bidones, sin agua no iba a ningún lado...

Llegando a la Urbanización de los Hidalgos me propuse ir a la siguiente gasolinera, pero se encontraba al otro lado de la carretera, y había que cruzar dos carriles... pararía en la siguiente... ¡que también estaba en el lado izquierdo!

Aproveché para cruzar al llegar a San Luis de Sabinillas, justo antes del túnel, por el que no pensaba pasar corriendo bajo ninguna circunstancia, y tuve la fortuna de encontrarme con una Repsol a poca distancia.

Un hombre con unas pintas reguleras y pintas de estar algo ebrio y quizás algo más estaba dándole por saco a la cajera de la gasolinera, con cara de circunstancia, que se iluminó al verme llegar (doblemente, pero al apagar el frontal se notaba que era de alivio).

Le pedí una botella grande de agua, mientras el hombre, al que se le trababa la lengua al hablar, me miraba atónito de arriba abajo y se deshacía en elogios del tipo "yo no sé de donde sacáis la fuerza... los corredores sois héroes..."

Parecía que me estaba dorando la píldora para pedirme algo, y cuando la muchacha volvió con la botella y fui a pagar me pareció ver un brillo en su mirada, al ver la bolsita donde llevaba el DNI y el dinero (varios euros sueltos y un billete de 10).

Me preguntó que adonde iba, y le respondí que no se lo creería si se lo decía... y exagerándole un poco, le dije que de Tarifa a Málaga, y que tenía que continuar porque con suerte llegaría para la hora de cenar; se quedó mirando, descaradamente, a la bolsita mientras le guardaba, y leyéndole la mente le dije "bueno, a ver si hay suerte y me llega para el desayuno y almuerzo, que agua es lo que no me puede faltar..." y me di la vuelta echando a trotar, con la botella en la mano.

En cuanto me alejé a una distancia prudencial y vi que no me seguía, me apoyé en un contenedor y rellené ambos bidones, añadiendo a uno de ellos sales sabor cítrico y al otro sabor grosella.

Llegó justo justo para dejar ambos bidones casi al límite, y tras colocarme nuevamente la mochila, comencé a trotar.

Se me había olvidado lo que pesaba al inicio, y tardé varios kilómetros en acostumbrarme nuevamente al peso (que fui rebajando bebiendo, aun sin sed) y al movimiento de los bidones, que parecían hundirme el pecho al rebotar (las cintas con las que lo agarraba estaban muy cedidas, y una se rompió definitivamente, aunque pude medio idear un apaño para que el bidón no se bambolease demasiado).

Tras cruzar el río Manilva volví al lado derecho de la carretera, y comencé a ver carteles indicando nuestra cercanía a Casares.

Comencé a recordar mi paso por dicha localidad (Casares pueblo) durante la aventura que viví junto a Paco Contreras, Pascal Libert, Pablo Gálvez y tantos otros durante el Reto 360º Solidarios, y la verdad es que me entró bastante nostalgia.

No me había parado a pensarlo, pero el ir en solitario estaba siendo bastante duro... el tener una referencia de ritmo, conversación, una persona que sabes que en caso de que ocurra cualquier percance estará a tu lado... se echaba mucho de menos.

Sobre todo ahora, que comenzaba a pasar casi un coche por minuto, alguno bastante pegado al arcén, lo que hizo que al llegar a la Urbanización la Perla de la Bahía aprovechase un carrilito a la derecha del guardarrail para resguardarme del tráfico.

Tenía pensado coger el paseo marítimo en Estepona, y seguir la ruta que me enseñaron José Juárez y Pedro Domínguez hasta San Pedro de Alcántara, quitándome ya todo el tráfico, y de San Pedro hasta Fuengirola continuar por fuera de la carretera... pero habría que comenzar antes.

Estaba a menos de una decena de kilómetros de Estepona, pero había zonas donde correr por fuera del quitamiedos era más peligroso a hacerlo por la carretera, así que estuve entrando y saliendo hasta que las primeras luces me hicieron distinguir en la distancia Sierra Bermeja, mientras cruzaba sobre el Arroyo Vaquero.

Decidí echarme a la carretera del tirón hasta llegar a la rotonda de entrada a Estepona, y aceleré el paso para quitarme los kilómetros de encima cuanto antes.

Llegué a 10 minutos de clavar 8 horas de ruta, justo al amanecer, con 69 kilómetros ya en las piernas.

No me lo podía creer al pillar un tramo de pendiente a favor por acera, y decidí ponerme un poco de música para mantenerme alerta ahora que no tenía que estar pendiente a los coches ni a los cruces.

Apagué definitivamente y me quité el frontal al deslumbrar a un hombre mayor al que me encontré en una esquina paseando al perro, y pensé en lo ridículo de la situación si alguien me preguntaba que hacía en Estepona, al amanecer, de esa guisa; cualquiera al que le contase que venía de Tarifa me hubiese tomado por loco...

Recordé que la mañana anterior, tras el Sepelio de mi abuelo, Fran Viegas me había comentado que realizaría una tirada de unos 50 kilómetros por Marbella, ¡y con la improvisación de la ruta no le había dicho ni sí ni no!

Así, completando ya mi paso por la Avenida del Carmen, a la altura del puerto de Estepona (para futuras ediciones podría plantearme ir recorriendo todos los puertos, aunque no sé hasta que punto sería viable), le avisé de lo que me traía entre manos, y le deseé suerte para su aventura.

Viendo a la gente comenzar su día a día en pareja (una pareja de corredores de mediana edad, una pareja de abuelitos en un banco...) me di cuenta de cuanto echaba de menos a Mayte, pero todavía no era hora de que se levantase, por lo que esperé un poco más.

Seguía aun de bajoncillo llegando a la esquina del Colegio San José, donde nos prepararon el avituallamiento en la décima etapa del Reto 360º Solidarios, y me di cuenta, para mi sorpresa, de que no tenía hambre.

Sí algo de sed, por lo que aproveché una fuente para beber y recargar un poco el bidón derecho, donde había vertido más sales de la cuenta y que dejé casi totalmente relleno, por lo que empecé a beber solo de él para compensar con el izquierdo, ya a media carga.

Al llegar al Carrefour de Estepona sin embargo, me entró un hambre horrible, y tras parar un momento para realizar un estiramento de Morton, aproveché un banco en el que alguien se había sentado recientemente (o había tenido algo puesto encima, ya que tenía el hueco perfecto para que alguien colocase sus posaderas sin mojarse, estando el resto empapado) para quitarme la mochila, sentarme, sacar la hamburguesa, y hablar con Mayte.

Tenía los dedos torpes y me costaba enfocar la pantalla, así que le resumí bastante la noche y le dije que si me llamaba le contaba con más detalle.

Decidí cambiarme ya las gafas por las de sol, ya que preveía que pronto me estaría dando de cara, y tras apenas un par de minutos sentado que me parecieron una eternidad, me costó la vida volver a arrancar, ya desayunado.

La hamburguesa había permanecido seca, atrapada entre mi espalda y el plástico con el que protegía una camiseta de manga larga extra, pero estaba reseca y no había forma de tragársela... menos mal que acababa de rellenar el bidón derecho, que en cosa de minutos igualé con el izquierdo...

Ya había retomado la Autovía del Mediterráneo, convenientemente separada por un guardarrail y con un carril cimentado para correr, o a veces, como en los puentecitos, para andar, debido a la estrechez, como comprobé al cruzar sobre el Río del Padrón, tropezar con el pie derecho con el quitamientos y con la cadera izquierda contra la barandilla.

Menos mal que el sitio era estrecho, si llego a coger velocidad el golpe hubiese sido tremendo, pero en ese momento, en caliente y con 76 kilómetros encima, milagro era que solo me doliesen los pies.

Tenía las piernas bastante machacadas, pero mucho más enteras de lo que esperaba, al igual que la espalda, que pensaba que debido al peso que llevaba no tardaría en darme problemas... de hecho, pese al desnivel que había afrontado, veía más que factible rebajar mi marca en 100 kilómetros en ruta, aún vigente en 13:36:35 (en la pasada edición de las 24 Horas Solidarias La Breña Xtreme), pero tiempo al tiempo...

De momento, el único objetivo para mí era la Atalaya de Isdabe, con significado especial para mi, ya que ahí fue donde pasó sus últimos meses mi abuelo materno, ya en fase terminal de Alzheimer.

La ruta había surgido como había surgido y porque había surgido, pero no me olvidé de ninguno de mis seres queridos durante el trayecto, sobre todo, durante los fallecidos, recordándoles en solemne silencio mientras reconstruía momentos junto a ellos en mi mente.

Me considero agnóstico, ya que no sé si hay o no dios o vida más allá de la que tenemos día a día (y tampoco me preocupo en averiguarlo), pero creo que esos momentos que pasé recordando a mis seres queridos fueron más intensos que ninguna oración que haya realizado nunca.

Alcancé Isdabe mucho antes de lo que recordaba, andando ya sin dudar en las pendientes en contra y trotando como podía en los llanos y pendientes a favor, muy acalorado, por lo que me quité los manguitos, el buff, me abrí el cortavientos y me puse lo más fresquito que pude.

Tenía ya bastante hambre y nada qué comer, por lo que dudé entre subir por la A-7175 hasta la rotonda de la gasolinera donde paramos en el Reto 360º Solidarios o improvisar por la A-7, siguiente el puente sobre el Guadalmina.

Pensé que el ascenso me haría dar un rodeo por San Pedro, así que seguí el que me pareció el "camino natural", hasta el Colegio San José, donde en previsión de que llegaba el túnel, me puse a trotar lo más pegado posible a la derecha de la vía de servicio.

Vi una tienda china abierta, así que allá que me dirigí, compré un plátano y un aquarius gélido y seguí adelante; llevaba 10 horas y media de ruta y casi 88 kilómetros, pero ni el plátano ni el aquarius me devolvieron las fuerzas que ya comenzaban a flaquear.

Además, seguía con hambre y me estaba entrando sueño, así que tras cruzar casi entero andando el Boulevard de San Pedro, paré en una papelería para comprarme un refresco de cola y una bolsa de patatas fritas, que era el sólido que más me apetecía para comer en ese momento.

Había perdido totalmente el ritmo, y me costaba correr con una botella en una mano y una bolsa de patatas en la otra, así que decidí comer y beber ad libitum antes de retomar el camino; veía como se me escapaba la oportunidad de mejorar mi marca en 100 kilómetros en ruta, pero no tenía ni fuerzas para preocuparme por ello.

Algo más espabilado por la cafeína y con el estómago calmado, decidí apurar el botellín por un lado, y por otro hacerle un nudo a la bolsa, aun a medias (pero tenía el estómago revuelto ahora, y algo de fatiga) y apretarla en el bolsillo trasero del cortavientos, donde, curiosamente, entró.

Hacía muchísimo calor, 27 grados según un termómetro de pie que sin duda estaba mal calibrado, y 24 según el de una farmacia que estaba a pleno sol... no sabía qué temperatura hacía realmente, pero sí que era demasiado, así que aproveché cada oportunidad que tuve para mojarme el buff, la cara y la nuca.

Así llegué a Puerto Banús, pegado a la carretera, donde aproveché para mandarle a Ernesto una foto de la rotonda del rinoceronte, por donde habíamos bajado la noche anterior para cenar, hacía lo que parecía un siglo.

Seguí recto, buscando la sombra que me daba El Corte Inglés, y tras decidir callejear para seguir buscando esa sombrita, crucé el puente de madera sobre el río Verde que me llevó directamente al paseo marítimo de Marbella, algo que no entraba en mis planes.

Llevaba 11 horas y 20 minutos de ruta, 93 kilómetros a cuesta, y aunque me animaba el recordar que cuando pasé por ese punto en la décima etapa del Reto 360º Solidarios iba bastante peor que ahora, no iba para nada bien.

Me comenzaba a doler la cabeza, mitad por el sol, mitad por el sueño (el refresco de cola comenzaba a perder su efecto), estaba sudando profusamente y el cuerpo me advertía de que en cualquier momento, todo lo que había ingerido en las últimas horas, podría acabar fuera de mi estómago.

Aun así, me obligué a enjuagarme la boca y echarme agua por brazos, cabeza y nuca en todas las fuentes por las que iba pasando (que no eran pocas), y beber un poco de agua con sales cuando parecía que la fatiga remitía.

Varios corredores pasaban en uno y otro sentido, ciclistas, numerosos peatones, pero no conseguía mantener el ritmo con ninguno.

Necesitaba una buena conversación para mantenerme despierto, pero como a los peatones los dejaba atrás, los corredores me pasaban a gran velocidad (salvo uno con la camiseta de la pasada edición de los 101 Kilómetros de Ronda, al que casi alcanzo) y los ciclistas ni os cuento, decidí darle más volumen a la música, y cambiar la lista de reproducción por una más cañera.

No veía el momento de llegar al Guadalpín para meterme en la ciudad y quitarme de encima el sol, aunque ello supusiese dar un rodeo, pero cada kilómetro era más largo que el anterior...

Tras una parada para ir al baño que me alivió bastante las molestias estomacales, retomé el camino, y haciendo uso de todas mis fuerzas, aligeré el paso, no para acercarme a la barrera de los 100, que salvo catástrofe y contra todo pronóstico, superaría en tiempo récord, sino para acercarme cuanto antes a algún lugar sombrío.

Finalmente llegué a la desembocadura del Guadalpín, y ascendí andando sin prisa ninguna hasta el Palacio de Ferias y Congresos de Marbella, donde llegué en 12 horas justas de ruta, con 97 kilómetros y medio encima.

Volvía a tener hambre, así que aproveché para echar mano a la bolsa de patatas fritas, lo que estimuló mi sed, pero al echar mano de los bidones con sales, la bilis me invadió la boca; acostumbrado al dulzor del refresco de cola y harto ya del sabor de las sales que llevaba horas ingiriendo poco a poco, casi vomito.

Por suerte sabía que había un Opencor al otro lado de la calle, así que crucé, compré otro refresco de cola, y con las patatas en una mano y el botellín en otro, fui recorriendo el centro de Marbella, a la sombra de los edificios.

De repente y sin esperármelo, me encontré a Gali, un amigo muy cercano de mi grupo que ahora vive en Las Chapas, por lo que era la última persona que esperaba ver en Marbella.

Charlamos muy brevemente, ya que no me quería enfriar, pero me animó bastante, tanto que, de hecho, decidí apretar el paso y dejar cuanto antes atrás la cifra de los 100 kilómetros, que comenzaba a obsesionarme.

Lo hice en 12:25:23, en la Avenida Severo Ochoa, llegando a la rotonda del barco y con otro encuentro fugaz e inesperado con Bea, excompañera de universidad con la que no pude intercambiar palabra por la falta de aliento y porque se encontraba al teléfono.

Nada más escuchar el GPS prácticamente me tiré contra un poyete y me tumbé todo lo largo que soy, notando un intenso dolor en las piernas al relajarse los músculos, pero sobre todo en los pies, donde cada latido del corazón era un martillazo.

Pasé unos 20 o 30 segundos tumbado, sonriendo, atrayendo la mirada de un par de curiosos que pese a mirarme de arriba a abajo no me dijeron nada, y tras incorporarme con cuidado y avisar a Mayte de la gesta (el recorte a mi marca fue de más de una hora, en unas condiciones nada propicias para ello) y de como estaba, le puse el cargador a través de una batería externa al GPS, me acabé las patatas y las tiré, junto al botellín, aun a medias, en una papelera, y cambié de lista de reproducción.

Atravesaba ya la parte final del trayecto, muy relajado ahora tras superar los 100 kilómetros, que hubiesen sido el objetivo de la jornada de no haber sido por el fatal desenlace del lunes, y con ganas de llegar a casa.

Me costó un esfuerzo enorme ponerme en pie, y más comenzar a andar, pero tenía que subir la pendiente hasta el arco de Marbella y las piernas no me respondían al intentar trotar...

A la altura de la Funny Beach pude trotar un poco, sintiendo casi alivio comparado con el dolor que sentía al andar, pero tras apenas un par de centenas de metros me veía obligado a parar.

No sabía a que ritmo iba (el reloj estaba en modo carga, así que solo mostraba la hora), pero calculaba que podía llegar al puerto de Fuengirola sobre las 1 de la tarde.

Pocos minutos más tarde, al superar la pendiente del río Real, me comenzaron a fallar las piernas, así que decidí que pararía en cada parada de autobús hasta contar despacio hasta 30, respirando profundamente y relajándome.

Casi notaba más dolor en pies y piernas al relajarme, pero al retomar la marcha podía mantener un mejor ritmo durante unos minutos.

La subida hasta el Hospital Costa del Sol se me hizo eterna, pero me recreé también porque había bastante sombra; de igual modo, troté todo lo rápido que pude para ponerme a resguardo del sol en el posterior descenso.

Tenía la boca seca y pastosa, aunque me forzase a beber, un calor horrible, y comenzaba a agobiarme... ¿y si no encuentro más sombra? ¿cuántas horas me quedan por soportar este suplicio al sol?

Tenía ya el sol casi encima mía, apenas había ya resquicios de sombra, y quedaban más de una decena de kilómetros para llegar a Calahonda.

De ahí a Fuengirola quedarían 13 kilómetros, y desde la entrada de Fuengirola hasta el puerto apenas 2 kilómetros, unos 15 en total, por lo que me quedaban ya con seguridad menos de 30 para finalizar la ruta...

Pero era mejor no pensarlo, ya que al recalcular mentalmente (varias veces, por si me equivocaba) cuanto tardaría en llegar al ritmo actual (cercano a 9 minutos el kilómetro), en el mejor de los casos y suponiendo que no fuese a peor, lo cual era ser muy optimista, estaba a, al menos, 4 horas de cumplir el objetivo.

Decidí olvidarme del tiempo y centrarme en Calahonda, donde pararía en el McDonalds a tomarme un botellín de agua fresquito, un McFlurry de caramelo y emanems, y si tenía hambre (en ese momento, el estómago lo tenía del revés), una hamburguesa.

Llegué al desvío de Las Chapas en 13:40, con 106 kilómetros encima, y un ritmo que cada vez tiraba más hacia 10 minutos el kilómetro que hacia 8...

Pero al menos ya sabía que solo quedaba Cabopino antes de llegar a mi deseado Mcflurry....

Cada vez paraba más tiempo y más frecuentemente, intercambiaba mensajes con Mayte, cambiaba de canción... pero no era capaz de disimular ni los dolores, ya generalizados, ni la sensación de quemazón de toda la piel expuesta al sol, que iba en aumento...

Me entraron ganas de llorar al ver a lo lejos el Don Carlos, hotel en el que mi abuelo estuvo un tiempo trabajando, y saberme ya tan cerca de mi objetivo.

Ascendí la pendiente andando, bajé trotando, y ya casi me sabía en Cabopino, muy animado.

A lo lejos vi un cartel rojo, en la curva... ¡hay uno justo como ese al lado del McDonalds!

Quería subir trotando, pero las fuerzas ya no me lo permitían... intentaba ver qué decía, pero no conseguía enfocar, y si achinaba los ojos, se me cerraban solos... ¡por un momento casi me duermo andando!

Me despertó de golpe un tropezón, y tras lo que me pareció una eternidad andando, conseguí leer las letras blancas de la esquina... ¿¡3 kilómetros!?

Pensaba que estaba ya al lado de la sombrita, el fresquito, el helado, agua, que era lo que me pedía ahora el cuerpo... pero no, aun no...

Recalculé la ruta según mi ritmo actual, por encima de 10 en subida, cercano a 10 minutos el kilómetro en bajada, y con suerte, llegaría sobre las 6 de la tarde.

Me vine abajo completamente, y de hecho, cuando Mayte me preguntó a cuanto estaba del helado, le dije que me había equivocado en el cálculo, y que llegaría bastante más tarde a casa; de hecho, le dije que si me querían recoger en Calahonda, ahí me quedaba.

Estaba muy quemado, cansado fatigado, con sueño... llevaba ya 14 horas y media de ruta, 112 kilómetros en el cuerpo, y no hacía ni dos semanas que había completado Bandoleros...

No tenía tampoco pensado realizar esta ruta, había sido todo una improvisación tras otra desde el funeral de mi abuelo, pero sentía que el sufrimiento que estaba experimentando estaba fuera del límite, y si desde algún lado estaba viendo lo que estaba haciendo, seguro que hacía ya varias horas que había dejado de sentirse orgulloso para pasar a preocuparse.

Llegué al Mcdonalds de Calahonda en 14:51:15, habiendo recorrido 115 kilómetros justitos desde que saliese de Tarifa la noche anterior, privado de sueño, solo y en autosuficiencia; ya había tenido bastante.

Me quedaba a 15 kilómetros de completar con éxito la I Ruta del Pescador - Memorial Juan Camacho, pero quiero correr cuando envejezca, no envejecer corriendo, por lo que la opción más sensata fue acabar allí.

Ahora, terminando esta crónica, hacen ya casi 48 horas que paré el GPS, tengo el cuerpo bastante mejor (los pies y espalda, ésta a posteriori, continúan quejándose) y posiblemente mañana salga a trotar antes de ir a trabajar, sin prisa.

Me siento en calma y armonía con todo, quizás no me pude despedir de mi abuelo, pero me quedo con el recuerdo de cuando estaba bien; quizás si me hubiese despedido de él no hubiese disfrutado (y sufrido) de esta grandiosa aventura a través del recorrido que tanto trilló mi abuelo en su juventud...

Lo que tengo claro es que si no encuentro uno o varios acompañantes tan locos como yo antes del 11 de abril para compartir conmigo kilómetros en la Carretera de la Muerte, bien lo aplazo o bien lo dejo para otro año... no os podéis ni imaginar lo largos que se hacen 115 kilómetros en solitario, ¡por lo que yo mismo no me puedo imaginar hacer el doble de igual manera!

Espero que os haya gustado la crónica de esta improvisada aventura, y que pronto coincidamos por alguna carrera, será señal de que ambos, escritor y lector, estamos en plena forma.

¡Un abrazo!


El track de la aventura; a los más audaces, os espero el 14 de marzo de 2017, en la II edición...

Comentarios

  1. Enhorabuena Juan Andrés, que bonito homenaje a tu abuelo, lo siento mucho. Nada te para, ni los perros presente en cada de tu aventura, bonita crónica. Cuenta con otro loco para lo que sea, un abrazo fuerte.
    Pascal

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    1. ¡Muchas gracias Pascal!

      La verdad es que tengo mala suerte con los perros (o buena, solo una vez me han llegado a morder, y sin causar herida), mira que me gustan... como eché de menos los bastones ahí...

      Espero que podamos coincidir pronto corriendo campeón, ¡un abrazo!

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  2. Tienes toda mi admiración por la ruta y sobre todo por el homenaje a tu abuelo. Espero que mis nietos tengan el mismo coraje que has demostrado. Gracias.

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  3. Tienes toda mi admiración por la ruta y sobre todo por el homenaje a tu abuelo. Espero que mis nietos tengan el mismo coraje que has demostrado. Gracias.

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  4. Acojonante!!!!
    Seguro que donde quiera que se encuentre, Tu abuelo te estará sonriendo,
    Bonito gesto
    Tengo que probar eso de cargar el gps con una batería mientras corres. mi 310xt no llega ya a las 10H

    Saludos máquina.

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    1. ¡Muchas gracias Edu!

      Lo malo es que solo puedes ver la hora en el reloj (como cuando carga en la corriente), pero sigue grabando el track, las pulsaciones y demás métricas con normalidad; lo probé por primera vez en las 24 horas de la Breña y me fue bien, así que ya no hay ruta larga a la que salga sin la batería externa, "por si acaso".

      Un saludo.

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  5. Vengo un poco tarde para dejarte el comentario, pero te lo dejo igualmente. En primer lugar, lamento mucho tu pérdida. Perder a un familiar es terrible, más si cabe cuando es un abuelo y de una categoría tan especial como tú le has definido. En segundo lugar, mostrarte de nuevo mi admiración por la forma que tienes de correr, de vivir, de sentir el mundo que te rodea. La experiencia que has vivido será inolvidable pero la aventura que te has marcado...es épica. Gracias una vez más por compartir tu historia. Por cierto, empieza a plantearte invertir tus esfuerzos literarios más allá de un blog...si escribes un libro, seré de los primeros que querrán comprarlo. Tienes mucho que enseñar y muchas historias intemporales que deberían quedar reflejadas en un libro. Un abrazo.

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    1. Muchas gracias Emilio, de verdad.

      Me encantaría algún día escribir un libro sobre aventuras de ultrafondo en compañía de varios compañeros ultreros para los que este deporte es casi su motor vital, y me cuentan unos relatos impresionantes donde la realidad superan a la ficción... aunque no sé si fuera del "mundillo" estas historias tendrían interés para la gente...

      Lo que sí que tengo entre manos es una "Guía de ultrafondo", que llevo varias semanas redactando; no sé si será publicable o si tendrá mucho interés, pero intentaré sacarla adelante porque creo que el valor para los que se están iniciando en este mundillo, que cada día somos más, es casi de joya.

      Ojalá hubiese tenido yo algo así entre manos cuando empecé en esto jajaja pero bueno, también tiempo al tiempo, ya que hay mucho que contar.

      Gracias por tu comentario crack, un abrazo.

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